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Sábado 9 julio 2005
BOE núm. 163
11864 LEY 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifican el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separación y divorcio.
JUAN CARLOS I
REY DE ESPAÑA
A todos los que la presente vieren y entendieren. Sabed: Que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en sancionar la siguiente Ley.
EXPOSICIÓN DE MOTIVOS
La Constitución de 1978 contiene en su artículo 32 un mandato al legislador para que regule los derechos y deberes de los cónyuges con plena igualdad jurídica, así como las causas de separación y disolución del matrimonio y sus efectos.
La Ley 30/1981, de 7 de julio, modificó la regulación del matrimonio en el Código Civil, así como el procedimiento seguido en las causas de nulidad, separación y divorcio, de conformidad con los entonces nuevos principios. Ello suponía promover y proteger la dignidad de los cónyuges y sus derechos, y procurar que mediante el matrimonio se favoreciera el libre desarrollo de la personalidad de ambos.
A tal fin, la ley habría de tener en consideración que, sistemáticamente, el derecho a contraer matrimonio se configuraba como un derecho constitucional, cuyo ejercicio no podía afectar, ni desde luego, menoscabar la posición jurídica de ninguno de los esposos en el matrimonio, y que, por último, daba lugar a una relación jurídica disoluble, por las causas que la ley dispusiera.
La determinación de tales causas y, en concreto, la admisión del divorcio como causa de disolución del matrimonio constituyó el núcleo de la elaboración de la ley, en la que, tras un complejo y tenso proceso, aún podían advertirse rasgos del antiguo modelo de la sepa-ración-sanción.
El divorcio se concebía como último recurso al que podían acogerse los cónyuges y sólo cuando era evidente que, tras un dilatado período de separación, su reconciliación ya no era factible. Por ello, se exigía la demostración del cese efectivo de la convivencia conyugal, o de la violación grave o reiterada de los deberes conyugales, una suerte de pulso impropio tendido por la ley a los esposos, obligados bien a perseverar públicamente en su desunión, bien a renunciar a tal expresión reconciliándose. En ningún caso, el matrimonio podía disolverse como consecuencia de un acuerdo en tal sentido de los consortes.
Estas disposiciones han estado en vigor durante casi un cuarto de siglo, tiempo durante el que se han puesto de manifiesto de modo suficiente tanto sus carencias como las disfunciones por ellas provocadas. Sirvan sólo a modo de ejemplo los casos de procesos de separación o de divorcio que, antes que resolver la situación de crisis matrimonial, han terminado agravándola o en los que su duración ha llegado a ser superior a la de la propia convivencia conyugal.
El evidente cambio en el modo de concebir las relaciones de pareja en nuestra sociedad ha privado paulatinamente a estas normas de sus condicionantes originales.
Los tribunales de justicia, sensibles a esta evolución, han aplicado en muchos casos la ley y han evitado, de un lado, la incoveniencia de perpetuar el conflicto entre los cónyuges, cuando en el curso del proceso se hacía patente tanto la quiebra de la convivencia como la voluntad de ambos de no continuar su matrimonio, y de otro, la inutilidad de sacrificar la voluntad de los individuos demorando la disolución de la relación jurídica por razones inaprensibles a las personas por ella vinculadas.
La reforma que se acomete pretende que la libertad, como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico, tenga su más adecuado reflejo en el matrimonio. El reconocimiento por la Constitución de esta institución jurídica posee una innegable trascendencia, en tanto que contribuye al orden político y la paz social, y es cauce a través del cual los ciudadanos pueden desarrollar su personalidad.
En coherencia con esta razón, el artículo 32 de la Constitución configura el derecho a contraer matrimonio según los valores y principios constitucionales. De acuerdo con ellos, esta ley persigue ampliar el ámbito de libertad de los cónyuges en lo relativo al ejercicio de la facultad de solicitar la disolución de la relación matrimonial.
Con este propósito, se estima que el respeto al libre desarrollo de la personalidad, garantizado por el artículo 10.1 de la Constitución, justifica reconocer mayor trascendencia a la voluntad de la persona cuando ya no desea seguir vinculado con su cónyuge. Así, el ejercicio de su derecho a no continuar casado no puede hacerse depender de la demostración de la concurrencia de causa alguna, pues la causa determinante no es más que el fin de esa voluntad expresada en su solicitud, ni, desde luego, de una previa e ineludible situación de separación.
En este último sentido, se pretende evitar la situación actual que, en muchos casos, conlleva un doble procedimiento, para lo cual se admite la disolución del matrimonio por divorcio sin necesidad de la previa separación de hecho o judicial, con un importante ahorro de coste a las partes, tanto económico como, sobre todo, personales.
No obstante, y de conformidad con el artículo 32 de la Constitución, se mantiene la separación judicial como figura autónoma, para aquellos casos en los que los cónyuges, por las razones que les asistan, decidan no optar por la disolución de su matrimonio.
En suma, la separación y el divorcio se concibe como dos opciones, a las que las partes pueden acudir para solucionar las vicisitudes de su vida en común. De este modo, se pretende reforzar el principio de libertad de los cónyuges en el matrimonio, pues tanto la continuación de su convivencia como su vigencia depende de la voluntad constante de ambos.
Así pues, basta con que uno de los esposos no desee la continuación del matrimonio para que pueda demandar el divorcio, sin que el demandado pueda oponerse a la petición por motivos materiales, y sin que el Juez pueda rechazar la petición, salvo por motivos personales. Para la interposición de la demanda, en este caso, sólo se requiere que hayan transcurrido tres meses desde la celebración del matrimonio, salvo que el interés de los hijos o del cónyuge demandante justifique la suspensión o disolución de la convivencia con antelación, y que en ella se haga solicitud y propuesta de las medidas que hayan de regular los efectos derivados de la separación.
Se pretende, así, que el demandado no sólo conteste a las medidas solicitadas por el demandante, sino que también tenga la oportunidad de proponer las que considere más convenientes, y que, en definitiva, el Juez pueda propiciar que los cónyuges lleguen a un acuerdo respecto de todas o el mayor número de ellas.
De esta forma, las partes pueden pedir en cualquier momento al Juez la suspensión de las actuaciones judiciales para acudir a la mediación familiar y tratar de alcanzar una solución consensuada en los temas objeto de litigio.
La intervención judicial debe reservarse para cuando haya sido imposible el pacto, o el contenido de las propuestas sea lesivo para los intereses de los hijos menores o incapacitados, o uno de los cónyuges, y las partes no hayan atendido a sus requerimientos de modificación. Sólo en estos casos deberá dictar una resolución en la que imponga las medidas que sean precisas.